Empezar a hablar de la trayectoria de Mariano
Nieto Pérez como escultor implica, obligatoriamente, mencionar a su padre,
Cayetano Nieto, un hombre con un talento especial para el dibujo que finalmente
se decantó por la ebanistería fruto de la insistencia de sus progenitores.
Fueron ellos los que impulsaron a su hijo a abandonar la idea de los lápices y
los bocetos y a aprender un oficio más práctico que, además, le fue transmitido
por un maestro cuyo taller estaba situado justo al lado de su casa.
Y como de casta le viene al galgo, cuando a
Mariano le preguntaban qué quería ser de mayor su respuesta era muy clara:” Yo,
escultor”. Y aunque las réplicas familiares hacían alusión al poco pan que
entraba en las casas de los que escogían tal profesión, las vocaciones
profundas son difíciles de amedrantar y, sumando un palito a sus 13 años (la
edad permitida era a partir de 14), Mariano comenzó a satisfacer sus
inquietudes e ingresó en la Escuela de Artes de Valladolid en 1953. Allí tomó
una gubia y un cincel como extensiones de sus propias manos y comenzó a
aprender las técnicas de “vaciado”, “estucado”, “escofinado”… para dar forma y
volumen a piezas de diferentes materiales como el bronce, la piedra y la
madera.
Fue este último material el que más cómodo
hizo sentir al incipiente escultor, que talló una gárgola en nogal cuya
elaboración, a golpe de gubia, consiguió un reconocimiento a nivel nacional
cuando el autor era aún un joven aprendiz.
Pero la tierra tira y con ella su cultura, su
folclore y la expresión de este a través del arte. Mariano Nieto Pérez no
permaneció impasible ante la rotundidad del dramatismo que consigue la madera
policromada en las tallas religiosas de grandes figuras de la escultura barroca
como Alonso Berruguete o Gregorio Fernández y, poco a poco, fue alejándose de
lo profano y dando protagonismo a la Imaginería Castellana, a la cual
pertenecen la mayor parte de sus obras de creación propia.